La literatura, como la vida, rara vez comparece completa ante nosotros. Llega a retazos, en oleadas, a veces en susurros, otras en golpes, como si la experiencia humana exigiera pausas para asimilar lo vivido y tiempo para imaginar lo que aún no ocurre. En eso pensaba al leer sobre la precariedad de Dostoievski, obligado por deudas y desvelos a redactar capítulos apremiados de Los hermanos Karamázov, mientras la vida le respiraba en la nuca y la ruina le rondaba el bolsillo. Su esposa, Anna Grigórievna, lo evocó deseando escribir algo aún más grande —como si esa obra no bastara— pero las circunstancias imponían su rigor. Había que entregar para comer, avanzar para existir, confiar en que la genialidad no se derramara por el camino cada vez que llamaba el cobrador. Esa novela monumental, escrita bajo presión casi física, encarna esa tensión tan humana entre el deber de sobrevivir y la vocación de trascender.El escritor noruego Karl Ove Knausgaard recuerda ese episodio en un impresionante texto reciente en The New Yorker y lo usa como puerta de entrada a una verdad que la modernidad líquida creyó haber dejado atrás: la escritura por entregas, apenas disfrazada luego con trajes nuevos. Dickens, Balzac, Dostoievski y tantos otros escribían como quien raciona el oxígeno en tiempos de angustia: un capítulo para retener al lector y otro para engañar al hambre. La novela seriada era herramienta de supervivencia y, paradójicamente, de elevación espi no mero artificio narrativo ni capricho editorial. Todo escritor, en el fondo, sabe que la urgencia puede ser musa tanto como verdugo.El rito de la esperaEsa vieja alquimia de entrega, pausa y expectativa fue ritual cotidiano del siglo XIX, cuando el público aguardaba en la puerta del periódico, como quien regresa a una mesa donde el caldo aún suelta vapor, buscando en la letra la continuidad de una conversación íntima con el mundo. La literatura era pan y foro, un palpitar colectivo donde la emoción se compartía en voz baja en cafés, plazas y salas familiares. Nada tenía que ver con la prisa, y todo con el ritmo interior del deseo.Después, la práctica mutó sin desaparecer. Pasó de las páginas al éter, y en nuestras tierras halló su santuario popular en la radionovela. Esas raciones, esos retazos de literatura bajo formato de la época, me ayudaron a construir mi mundo. De niño viví y me nutrí del cambio. El derecho de nacer, de Félix B. Caignet, fue un colosal ejemplo radiofónico de fidelidad emocional continental, y luego un culebrón televisivo, oferta que América Latina perfeccionó con una mezcla de melodrama, superstición y barrio. En mi memoria brumosa permanecen los folletos venidos de Cuba sobre una mesa en casa de la abuela, y mi madre expectante ante la entrega radial, mediando la conversación de la familia adulta sobre el próximo capítulo, inédito aún. La narración seriada se volvió rito popular, con el pueblo esperando su capítulo con tanta devoción como quien acude a misa.Esa forma nuestra —latina, mestiza, sentimental y orgullosa— que convirtió el suspenso en disciplina emocional, se llama telenovela. Venezuela inventando lágrimas impecables, México afinando intrigas familiares, Brasil elevando las pasiones al tono épico, Colombia convirtiendo el barrio en universo, Argentina haciendo sociología en clave melodramática. Episodios diarios, pausa marcada, tiempo para sufrir y amar despacio. El folletín, vestido de pantalla chica y banda sonora de bolero o balada lacrimosa. El colectivo necesitaba su capítulo, su pausa, su conversación al día siguiente, su complicidad con la historia. Así se construyó una cultura de espera compartida, una gramática emocional generalizada que enseñó a millones que el suspenso, cuando se administra con arte, es un acto de comunión.El hilo de Ariadna tecnológicoPareció por un tiempo que la época de la inmediatez mataría la paciencia, que el zapping y la hiperconexión condenarían a la memoria al descarte y que el espectador moderno exigiría todo ahora, sin transición ni respiro. Empero, la cultura tiene memoria más larga que los modismos tecnológicos. Casi sin darnos cuenta, el streaming reeditó la vieja ceremonia que creíamos perdida: Netflix, Prime Video, Apple, Disney+, y con ellas un archipiélago de historias viajeras, desde Estambul hasta Seúl, desde Madrid hasta Río. Las series turcas poblaron Buenos A las coreanas reinventaron M los thrillers franceses encontraron eco en Mé La Casa de Papel se volvió patria portátil del acento global y redimió el precario alcance de su origen.El algoritmo, tan moderno, terminó certificando algo antiguo. Lo que atrae no es solo la historia, sino su no el desenlace urgente, sino el privilegio de esperarlo. La pausa, bien manejada, no interrumpe: sostiene, amplifica, nos regresa a nosotros mismos.Podría decirse que pasamos del abono de la supervivencia de autor a la sofisticación industrial del suspenso. No escriben al ritmo del estómago los guionistas de Succession, o The Crown, pero lo que permanece es la arquitectura del deseo narrativo. El cliffhanger como pedagogía de la an de nuevo, la pausa como lenguaje. La tecnología ha cambiado las pantallas y acelerado los cables, pero sin trastocar el pulso esencial del relato. Antes presionaba el hoy insisten las métricas. Antes el público esperaba el hoy aguarda la notificación. Sin embargo, seguimos pensando en escenas, viviendo en episodios, recordando en fragmentos. El folletín es nuestra estructura la vida, en su sabiduría imperfecta, nos concede capítulos sin garantizarnos finales. En ese vacío entre un acontecimiento y otro reside la imaginación que completa lo que el autor apenas insinúa. La ansiedad contemporánea se disfraza de prisa, pero añora el rito de la demora. Quizás porque la inmediatez, cuando se vuelve norma, roba el placer de anticipar y el sosiego de recordar.La lección persistenteBalzac encontró su público en las pá García Márquez, en la las plataformas, en el brillo azul de las pantallas. Las herramientas cambian, pero el espíritu persiste. La emoción trasciende el formato y persigue la historia que nos coloque frente a nosotros mismos, y nos deje una pregunta allí donde esperábamos una certeza. Toda gran narración es, en el fondo, conversación abierta entre la memoria y el porvenir, un puente sin remate donde lo esencial no está en llegar, sino en acompañar.Hoy vivimos la paradoja de la hiperabundancia. Mil historias disponibles, un clic para adelantarse, otro para saltar. Todo ahora, todo ya. El mar digital rebosa, pero el espectador, saturado, vuelve a valorar la programación medida. Es un instinto casi antiguo, ese del placer de esperar, el ritual del episodio semanal, la conversación al día siguiente. Como en el periódico de antaño, el capítulo se convierte en suceso, en cita compartida. Quizá la prisa mata el recuerdo y el ritmo, en cambio, lo afianza. Tal vez el progreso consista menos en dejar atrás lo antiguo que en mantenerlo vivo en formas nuevas, dialogando con el tiempo. La narración por entregas perdura porque nos retrata. Somos seres fragmentarios, ansiosos, esperanzados, convencidos de que el próximo capítulo, en la vida o en la ficción, revelará la pieza que nos falta. Quizás nunca lo haga. Quizás la revelación sea siempre incompleta. Y sin embargo volvemos. Siempre volvemos.La literatura —y su descendencia audiovisual— nos hace una promesa nunca escrita pero siempre latente. La vida continuará mientras haya una historia que esperar. Eso basta para seguir sentándonos, como antaño, frente al fuego de la palabra.
Saturday 1 November 2025
diariolibre - 17 hours ago
La narración por entregas y su hilo infinito en la literatura
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